Planta baja. Llego al ascensor, acerco mi dedo al botón y en el mecanismo se acciona una luz, indicadora de que el temible gigante de acero ha registrado mi solicitud. No queda más que esperar mientras noto, por los números iluminados arriba de la puerta de ingreso, que el ascensor se encuentra en escalada y recoge pasajeros en el piso 5.
Aparece apurada, segundos después, otra potencial pasajera, señora o señorita entrada ya en años, como lo son las que pasan de 35 para los aún veinteañeros. Secretaria de alguna oficina en un piso lo suficientemente elevado para no utilizar las escaleras, realiza un rápido saludo con los ojos e inmediatamente busca, también con la mirada, el botón encendido del ascensor. Superando cualquier tipo de lógica, vuelve a pulsarlo.
Mantiene fija su vista en la hilera de circulitos que se prenden alternadamente: del 5 al 6, del 6 al 7. Sólo cuando se detiene en ese piso me ojea de costado, una ojeada despectiva, acusadora, en la que se lee a las claras el resentimiento hacia mí por no haber llamado el ascensor en el tiempo que estuve allí, como si me hubiera quedado cruzado de brazos esperando que la gravedad llevara al armatoste a la planta baja.
Llega en ese instante un señor de bigote tupido y anteojos, con un aire a Comisionado Gordon. La textura de su terno marrón concuerda con el Extra que carga, sin la menor intención de ocultar la modelo semidesnuda en la portada, del lado que da a nosotros. Nos muestra una sonrisa afable, sobre todo a la señora o señorita no entrada todavía en años, y observa de manera instintiva el brillante llamador del ascensor.
Espera un momento, que de seguro le habrán parecido años, y luego sortea trabajosamente el espacio entre la mujer y yo para estirar su mano inquieta hacia el botón y llamar, por tercera vez, al demorado sortilegio que habrá de transportarlo a un escritorio sobre el que descansan protocolos y portarretratos familiares.
Bueno sería que, en este momento, esa criatura constituida por poleas, ruedas dentadas, una caja paralelepípeda y circuitos eléctricos añadiera presteza a sus movimientos, impelida por la insistencia con que se la requiere en la planta baja. Sin embargo, no deja de ser materia inerte y, por tanto, despreocupada de las premuras de la vida moderna; el ascensor continúa su viaje hasta el octavo piso y, apático a los tres pares mudos de ojos que se levantan hacia su mapa de ruta, no da la más remota señal de descender.
Aparece apurada, segundos después, otra potencial pasajera, señora o señorita entrada ya en años, como lo son las que pasan de 35 para los aún veinteañeros. Secretaria de alguna oficina en un piso lo suficientemente elevado para no utilizar las escaleras, realiza un rápido saludo con los ojos e inmediatamente busca, también con la mirada, el botón encendido del ascensor. Superando cualquier tipo de lógica, vuelve a pulsarlo.
Mantiene fija su vista en la hilera de circulitos que se prenden alternadamente: del 5 al 6, del 6 al 7. Sólo cuando se detiene en ese piso me ojea de costado, una ojeada despectiva, acusadora, en la que se lee a las claras el resentimiento hacia mí por no haber llamado el ascensor en el tiempo que estuve allí, como si me hubiera quedado cruzado de brazos esperando que la gravedad llevara al armatoste a la planta baja.
Llega en ese instante un señor de bigote tupido y anteojos, con un aire a Comisionado Gordon. La textura de su terno marrón concuerda con el Extra que carga, sin la menor intención de ocultar la modelo semidesnuda en la portada, del lado que da a nosotros. Nos muestra una sonrisa afable, sobre todo a la señora o señorita no entrada todavía en años, y observa de manera instintiva el brillante llamador del ascensor.
Espera un momento, que de seguro le habrán parecido años, y luego sortea trabajosamente el espacio entre la mujer y yo para estirar su mano inquieta hacia el botón y llamar, por tercera vez, al demorado sortilegio que habrá de transportarlo a un escritorio sobre el que descansan protocolos y portarretratos familiares.
Bueno sería que, en este momento, esa criatura constituida por poleas, ruedas dentadas, una caja paralelepípeda y circuitos eléctricos añadiera presteza a sus movimientos, impelida por la insistencia con que se la requiere en la planta baja. Sin embargo, no deja de ser materia inerte y, por tanto, despreocupada de las premuras de la vida moderna; el ascensor continúa su viaje hasta el octavo piso y, apático a los tres pares mudos de ojos que se levantan hacia su mapa de ruta, no da la más remota señal de descender.